El pasado viernes 23 de junio, víspera de San Juan, la noche más corta y ardiente del año, el grupo alemán Rammstein incendió la ciudad de Madrid a lo largo de más de dos horas de espectáculo de Metal Industrial, acompañada de una ostentación de pirotecnia digna del mismísimo emperador romano Nerón, mezclada con retazos de Richard Wagner y del circo del Sol. El papel de Petronio quedó reservado para las pianistas francesas Abélard, las teloneras que amenizaron la espera con la interpretación de varios temas de la banda de forma sencilla, como minimalista aperitivo del achicharrado plato fuerte.
Los berlineses saltaron al escenario a eso de las 22.20 horas, dejando lo de la puntualidad prusiana para otra ocasión, pero rápidamente se pusieron manos a la obra y nos hicieron olvidar el retraso, poniendo a nuestro servicio toda su bien engrasada maquinaria germana. El cantante Till Lindemann se presentó adoptando la forma de un punky Darth Maul, el entrañable villano de Star Wars, y junto con su banda se lanzaron a por todas sobre la concurrencia, interpretando sus temas como si fueran estruendosos martillazos en una descomunal fábrica, ante el jolgorio general de un público que se rindió inmediatamente al alucinante aluvión que se le caía encima. Entre fogonazos de luz e intensas llamaradas había dado comenzado la invasión del Metropolitano.
Tras abrir sin contemplaciones con tres zambombazos como Rammlied, Links 2-3-4 y Bestrafe Mich, prosiguieron con el primer tema de Zeit, su último trabajo, que fue la espectacular Giftig. Este corte mantuvo, si no superó, la altura de las otras tres, probablemente por las ganas de los intérpretes de estrenar su nuevo éxito con el poderío de un morterazo. Al inaugural despliegue de artillería pronto se sumaron los lanzallamas durante la interpretación de Mein Herz Brennt, clásico que cedió el paso al primer momento íntimo de la velada, la estremecedora Puppe. La sentida ejecución del vocalista con las escalofriantes variaciones de tono entre las estrofas y los estribillos puso los pelos de punta. Zeit, la canción homónima del disco de 2022, conllevó el fin del acto inicial del concierto, que sirvió para caldear y de qué manera, la noche madrileña.
Durante este tramo también tuvimos la ocasión de disfrutar de un magnífico solo instrumental del teclista Christian Lorenz, quien se encontró muy inspirado a lo largo de toda la velada y adornó su virtuosismo con sus clásicas y divertidas payasadas a lo largo y ancho del escenario. Por supuesto contó con su inseparable cinta andadora bajo los teclados, herramienta que le permite mantener su estilizada forma a base de hacer kilómetros caminando mientras toca. También pudimos disfrutar de la actuación de unos bailarines que recordaron lejanamente a los pequeños espectáculos de acrobacias que acompañaban a los británicos Muse en las giras de principios de los dos miles.
Aparte del omnipresente fuego, cabe destacar de la puesta en escena el provocativo uso de los estandartes rojos con el logo del grupo, que imitaba a la iconografía del Tercer Reich. Ya es un tópico que el grupo se rodee siempre de la polémica con su estética paramilitar y dé que hablar al respecto.
A lo largo del segundo capítulo del concierto la banda tiró de cuatro himnos de estadio, Deutschland, Radio, Mein Teil y Du Hast, que fueron coreadas por el enfervorizado público. Mención especial merecen los versos del himno alemán de la primera, recitadas cual nativos de Baviera, y, sobre todo, la última del cuarteto. La ejecución de Du Hast puso a prueba los cimientos del Metropolitano con los poderosos bajos, que emergían como truenos desde las cuerdas y desde el bombo, y también conllevó un riesgo para las cejas de los más cercanos al escenario, con ocasión de las salvas de fuego que trufaron el recital. Durante la interpretación de Radio ocupó el escenario un trasunto del robot de la película Metrópolis, que sirvió de homenaje a la obra maestra de su compatriota, el director naturalizado alemán Fritz Lang, así como también al mítico tema Radio Gaga de Queen.
Por supuesto, Lindemann representó Mein Teil enfundado en el traje de carnicero y lanzó toda su flamígera furia sobre un Lorenz que tocó en el interior de una olla gigante. Ya sabemos que Rammstein no siguen aquello de donde tengas la olla, no metas al teclista y, en este caso, el músico soportó ráfagas de unos lanzallamas suficientes para conquistar un país pequeño. Este acto finalizó con Sonne, una exaltación al Sol de su título con unas cegadoras representaciones en las pantallas del astro rey, de reminiscencias aztecas. Resultó una representación tan calurosa como amarillenta durante la cual se reprodujeron los mini sismos anteriormente apuntados, al son del batería Christoph Schneider.
En este momento hubo una pausa para celebrar el cumpleaños del guitarrista Richard Kruspe, con un brindis que la banda compartió con el público, dejando por un momento a un lado toda su exuberancia escénica. Entonces se refugiaron en el pequeño púlpito donde habían actuado las teloneras, quienes los esperaban para acompañar la interpretación de Engel, la cual, para mi gusto, sonó un poco desangelada, sin el poderío de la melodía principal. La ejecución fue impecable, pero no parece un corte apropiado para quitarle todo el peso de las cuerdas del bajista Oliver Riedel y del guitarrista Paul Landers. Junto con el hecho de que durante este concierto los guitarristas no escupieron fuego por la boca, sino únicamente por los clavijeros de sus instrumentos, esta canción fue lo más soso del concierto, a pesar del karaoke, transcrito en perfecto Hochdeutsch, que permitió contar con la colaboración de los asistentes en los coros.
Después, para divertimento general, regresaron al escenario principal a bordo de las zodiac, por encima del entregado público, con la intención de ejecutar las dos tandas de bises. El primero de ellos contó con dos de mis favoritas, Du Riechst So Gut y, por supuesto, Ohne Dich, que vi por fin en directo con toda la potencia de voz del Leonard Cohen germano, en vez de en plan piano man. También interpretaron Ausländer, esa juguetona pieza en la que chapurrean amorosas frases en castellano, francés e italiano, junto con su lengua materna. Para estas alturas Till Lindemann se atrevía a colocarse una rueda dorsal que lanzaba llamaradas hacia todos los puntos cardinales, mutándolo en una especie de flameante Naga, que dejó boquiabiertos a propios y extraños.
El fin de fiesta vino con otras dos locomotoras, como son Rammstein e Ich will, y la más moderna Adieu, que tiene pinta de que ha venido a para quedarse, a modo de despedida de sus actuaciones, de ahora en adelante. Entremedias el vocalista tuvo el detalle de dirigirse al respetable en la lengua de Cervantes, de un modo muy cordial. Fue una las pocas interactuaciones con el público, algo que no es de extrañar dado que uno de sus fuertes es su estrecha vinculación entre ellos mismos durante la puesta en escena, que no requiere de la relación con terceros para liarla bien gorda.
Por lo que se refiere al sonido, desde nuestra posición cabe indicar que el mismo fue sublime, y que, a pesar del estilo industrial de los berlineses y de la brusquedad de sus tormentas de decibelios, no cayeron en la tentación de saturarlo de bajos. Absolutamente todas las melodías del teclado y las partes más ligeras de las cuerdas se distinguían perfectamente, así como la voz de Lindemann, que, si bien no estaba para altos, la moduló como sólo él sabe dentro de un registro grave, con sus dejes truculentos, entre sugestivos y perversos.
En definitiva, un espectáculo que va más allá de lo musical, que comienza desde el minuto uno, continúa durante las fases más carnavalescas, que intercalan entre el despliegue de fuego e ira, y termina cuando el sexteto pone rodilla en tierra, de una forma casi del medievo, y siempre, todo en su conjunto, rodeado de una genuina atmósfera marcial, ardiente y luminosa.
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