Los últimos ladrillos del Muro

Acompañamos a un crepuscular Roger Waters en el recorrido vital a través de su propia obra

Vamos a partir de la base de que mencionar a Roger Waters siempre es un ejercicio arriesgado, por la estrecha vinculación del artista de Surrey con la controversia y dado su gusto por la contradicción, cuanto más realizar una crónica de una actuación dentro de su última gira, bautizada como This is not a drill. Nos encontramos ante un intérprete tan capaz de componer obras memorables que forman parte de la cumbre de la creación artística de la humanidad, como de deshacer el grupo que construyó, Pink Floyd, entre complicados y pedestres procesos judiciales y acusaciones personales y profesionales de todo tipo. Sin embargo, el veterano cantante y bajista compareció en son de paz el jueves pasado ante la concurrencia que lo esperaba en un Wizink Center de Madrid que, en cuanto a servicios -mucha atención al carácter polisémico del vocablo- se quedó pequeño. Como muestra de su actitud pacífica, un botón. Durante la espera, entretanto los músicos hacían acto de presencia, se reprodujo en la pantalla una advertencia, a quien no le gusten las ideas políticas del artista puede irse ahora al bar, que, recibida con una carcajada jocosa, distendió el ambiente y sirvió de guiño cómplice por parte de Waters hacia sus fieles, y viceversa. Más adelante afirmaría que lamentaba no hablar castellano y poder dirigirse al público en su propio idioma.

La actuación se repartió en dos partes, separadas por un corto interludio, las cuales mantuvieron una estructura similar, canciones de Pink Floyd al principio y al final de cada tramo y temas en solitario del protagonista del recital durante el nudo. Respecto a sus composiciones fuera de la mítica banda, las mismas son una especie de vuelta a los lugares comunes de toda su obra, una especie de anexos a The Wall, pero sin la rabia y la violencia del genial álbum con el que se cerraron los años setenta. Waters desnuda delante de la audiencia su clásicas preocupaciones, tales como la crítica social, las inquietudes políticas, su acérrimo antimaterialismo, que siempre resultan paradójicas en un artista que ha recibido todo el reconocimiento habido y por haber, tanto en la vertiente más moral, como también en la económica. Hubo algún que otro discurso, más bien breve, y menciones también en las pantallas, que fueron recibidas con división de opiniones, aclamaciones, por un lado, y ligeras pitadas, por otro. Así fue que, sin ir más lejos, se publicaron feroces críticas a los Presidentes de Estados Unidos, si bien, sobre este particular, Waters bien podría haberse dado una vuelta por su país de origen, el Reino Unido, donde han padecido Primeros Ministros -y Primeras Ministras- que han realizado actuaciones a espuertas susceptibles de reprobación. Asimismo, durante la velada se proyectó un popurrí de imágenes de guerra y destrucción, también de personas desaparecidas, un tanto desalentadoras, que dejan el cuerpo un poco raro al personal. Quizás los temas propios más destacados, y que muestran a las claras el argumentario del autor, resulten Is This the Life We Really Want?, y The Bravery of Being Out of Range, muy bien acompañadas por las coristas, Shanay Johnson y Amanda Belair.

La primera parte del concierto, en la que prácticamente se despachó a puerta gayola con la mítica Another Brick in the Wall (2) y sus satélites, The Happiest Days of Our Lives y Another Brick in the Wall (3), se apoyó sobre todo en el álbum Wish you were here, disco del que interpretó consecutivamente Have a Cigar, la propia Wish You Were Here -a la voz y a la guitarra, un diez para él- y Shine On You Crazy Diamond (6-9). La ejecución de estas piezas fue trufada de un homenaje a Syd Barrett, cofundador de Pink Floyd, y a sí mismo, todo sea dicho, compartiendo imágenes de su antiguo amigo en la época en la que ambos eran jóvenes e inocentes. También aparecían el resto de miembros del grupo, a excepción de David Gilmour, cuya figura, si apareció en algún momento, fue a la velocidad del rayo. En general, Roger Waters se sintió muy cómodo durante este tramo del concierto y el resto de músicos estuvieron a la altura, con interpretaciones que pusieron los pelos de punta. Fue un completo acierto la elección de la menos conocida de las dos piezas que conforman Shine On You Crazy Diamond, al ser más oscura y trascendente, puesto que encaja perfectamente con el mensaje del pasado perdido que pretendía transmitir. Además, la ejecución técnica tiene mayor protagonismo por parte del instrumento de las cuatro cuerdas de Waters que en su hermana mayor, cuyo santo y seña es la guitarra. Antes del descanso, los intérpretes nos obsequiaron con esa barbaridad que es Sheep, la obra maestra del álbum Animals, excepcionalmente presentada. En contraste con los temas anteriores, más virtuosos y reflexivos, la Oveja sacó toda la garra del cantante, quien, al son de todo el poderío instrumental de su banda, ordenó sin contemplaciones a la concurrencia que abandonara a los pastores que guían nuestros rebaños.

Tras el receso cayeron del techo los estandartes de los martillos cruzados que representan el Muro y Waters volvió al escenario enfundado en su abrigo de la Gestapo a lo Heinrich Himmler, líder de dicha vil organización al servicio de Hitler, las gafas de sol y un brazalate, también con el emblema que imita a los nazis. Como ya indicamos en la crónica de la visita de Guns´n Roses a Sevilla al respecto de Slash y su chistera, ver a la imponente figura de más de metro noventa del cantante con esa icónica caracterización, acompañado de los potentes acordes de In the Flesh, supone asistir a historia de la música en directo, del mismo modo que sería contemplar a Picasso trazar el Guernica sobre el lienzo, a tan sólo unos pasos del pintor. Después de ametrallarnos, figuradamente, Waters enlazó sin solución de continuidad Run like Hell, que puso definitivamente boca abajo el Wizink Center.

Durante esta segunda parte disfrutamos de la cara B de The Dark Side of the Moon, trabajo que, en este 2023, cumple cincuenta años muy bien llevados. En este tramo el artista estuvo un tanto pasivo, y sólo destacó con el bajo de Money, obra imperecedera, de la cual se ejecutó la versión del disco A collection of great dance songs -el de los balilarines, para entendernos, como ya dijimos en el artículo del Pulse-, que ha pasado a ser la oficial, decisión que comparte con su antigua banda, y en las voces de Eclipse, tema que resultó estremecedor. Entremedias, por su empeño en ignorar a Gilmour y no cantar las que iban a cargo del guitarrista de Cambridge, consiguió que la ausencia de su ex compañero resultara clamorosa, sobre todo en lo que fue el gran lunar del concierto, la interpretación de inicio de Comfortably Numb, que sonó desangelado y hueco sin los solos de guitarra, excluidos de forma incomprensible. Semejante bellaquería no puede ser respaldada por este comentarista porque, parafraseando al propio Roger Waters, a quien no le guste David Gilmour puede irse al bar, aunque a estas alturas de la crónica sea ya algo estéril. En el fondo lo echa tanto de menos que ha contratado a un intérprete, Dave Kilminster, a modo de trasunto del Gilmour -hasta comparten nombre de pila-, que suena igual que el archienemigo de Waters, tanto en la voz como al mando de las seis cuerdas. Incluso físicamente el porte de ambos se da un aire, gracias a la similitud de la melena que aquél exhibía en la época cuando tocaban juntos y a los propios ademanes que exhibe. En cualquier caso, Kilminster se hizo con la actuación durante toda la impresionante ejecución de The Dark Side of The Moon, escoltado por el saxofonista Seamus Blake, que merece una mención especial, sobre todo, durante la interpretación de la bellísima Us and them.

Por citar algo más de la puesta en escena, que es parte fundamental de la experiencia que ofrece Roger Waters, desde nuestro punto de vista los montajes en 360 grados resultan cuestionables para el público, si bien juegan a favor del artista. Concretamente, los espectadores ven en demasiadas ocasiones a los intérpretes de espaldas, aunque en otras, la actuación se dirija directamente a su zona y, en consecuencia, puedan sentirse afortunados. Durante Sheep nos divertimos con el vuelo de la oveja que da título a la canción, e, igualmente, un codicioso cerdo engordado al máximo se paseó por el pabellón en la interpretación de Money. A este cronista, en particular, le resulta emotiva la fauna flotante porque transporta a una época más clásica cuando los medios tecnológicos al alcance del artista y de su banda eran más reducidos y los explotaba al máximo gracias a su portentosa capacidad creativa. En definitiva, esos muñecos le dan un toque romántico entre tanta exuberancia casi científica. En contraste, retornando al siglo XXI, con la hábil utilización del juego de luces a su disposición formó varios triángulos de la portada de The Dark Side of the Moon, que conformaron un túnel psicodélico. Presuntamente las figuras geométricas eran equiláteras, de hecho, a simple vista lo parecían, y dados los conocimientos en arquitectura del cantante, cuenta con el beneficio de la duda al respecto. En cualquier caso, desde nuestra posición no se puede garantizar ese extremo al cien por cien(1).

El sonido, por supuesto, fue impecable. La ejecución de la banda rozó la perfección y los efectos sonoros crearon esa atmósfera tan particular que siempre ha explorado Roger Waters, a veces abrumadora, en otras ocasiones, lánguida. La ecualización de las cuerdas, las voces y las percusiones fue acompasada de forma excelsa y permitió una insuperable combinación de los graves y de los agudos. En esta primordial faceta sólo puede haber alabanzas por nuestra parte y descubrirse ante el trabajo de los técnicos de sonido.

Como corolario, cabe citar que, en el cierre, retornaron los homenajes de Waters a sí mismo. Previamente ya había mencionado a su primera esposa, y en los últimos compases llegó el turno de su hermano, de su padre y también de su progenitora. Resultó sobresaliente una magnífica interpretación de Two Suns in the Sunset del álbum The Final Cut, el último de su etapa con Pink Floyd, que sonó preciosa, acompañada de una brillante puesta en escena que narró la historia de una humilde familia que transita por una carretera y es víctima del desastre nuclear que menciona la composición. Realmente ganó mucho respecto del disco. Finalmente los músicos salieron del escenario ejecutando una versión casi folk de Outside The Wall mientras su líder los presentaba uno a uno de forma muy amable y detallada. Ya en los bastidores, Waters puso fin a un recital que sirvió de metáfora a la existencia vital y artística de esta auténtica leyenda inmortal de la música, a quien, con los altos y los bajos de una irrepetible carrera, siempre es un honor acompañar.

(1)Observación cortesía de ATMC