– ¿Te gusta Deep Purple?
– ¿Y a quién no?
Este extracto de un diálogo real del que fui parte resume perfectamente el sentimiento de admiración que provoca una de las bandas entre las bandas, capaces de producir una música que cubre un amplio espectro de público. Con estas credenciales los Purple se presentaron en la Plaza de España de Sevilla dentro del denominado Icónica Fest para impartir una clase magistral de rock clásico, mezcla de heavy metal melódico y progresivo, salpicado de algunas gotas de blues y de jazz. No son ni mucho menos sus mejores tiempos, pero mereció la pena hasta el último céntimo de la entrada asistir a la parada de su gira en la capital andaluza.
El recital de la banda de Hertford en la que fue en su día la residencia de Padme Amidala, por aquel entonces reina de Naboo, se cimentó fundamentalmente sobre la base de sus temas más clásicos, del Machine Head, un mega pelotazo que cumple cincuenta años, como piedra angular. Ese guiño a la nostalgia comenzó a las primeras de cambio, puesto que, en los últimos compases previos de la salida de los artistas al escenario, se proyectó sobre la pantalla una imagen actualizada al presente de la mítica portada del Deep Purple in Rock, con los integrantes que forman parte del grupo en este momento tallados en piedra, al modo de la escultura de los Presidentes de Estados Unidos en el monte Rushmore.
De la formación más clásica quedan en activo el batería Ian Paice, el bajista Roger Glover y el cantante Ian Gillan, si bien éste último, siendo la voz más reconocible de su historia, no fue fundador de los Purple por los pelos, cuestión de meses. Los otros dos miembros, encargados de las bases rítmicas de sus obras, sí participaron del nacimiento de la banda. En sustitución de los míticos intérpretes Jon Lord y Ritchie Blackmore saltaron al escenario, respectivamente, el virtuoso teclista Don Airey, que lleva veinte años con ellos y se nota, y el talentoso guitarrista Simon McBride, incorporado para esta gira, pero que no se nota.
Resultó bastante destacable en la actuación el hecho de que los integrantes clásicos cedieran muchísimo espacio al nuevo y al no tan nuevo, quienes disfrutaron del escenario para ellos durante los respectivos solos que incorporan al repertorio, así como adaptaron el papel protagonista durante las secciones de aquellos temas en los que tienen la oportunidad de explayar toda su expresividad. En dichos momentos, tanto Ian Gillan como Roger Glover, se apartaban a un discreto segundo plano para dejar a sus compañeros al mando de las operaciones. Y esto sucedió con bastante frecuencia, no con carácter puntual. Dicha peculiaridad es como resultado de que, precisamente, los reemplazos ocupan los puestos de los solistas -a excepción del cantante-, algo que no suele ser habitual, en tanto que ese tipo de pérdidas suelen suponer causa de disolución de un grupo.
En cuanto al cantante, dio una exhibición de profesionalidad. A su edad no está para bailes, pero se esforzó mucho en las ejecuciones vocales, incluso en aquéllos altos que dominaba en su juventud, rugidos que ya quedan fuera de su alcance. Al menos, fue capaz de lanzar alguno al cielo sevillano, que sirvió de homenaje a sí mismo y a sus días de mayor gloria. También se empleó ocasionalmente con la armónica. Glover, por su parte, recorría el escenario de un lado a otro con el bajo y derrochó simpatía y carisma. Suyo fue, además, el último solo, reservado para los bises, que hizo las delicias de los asistentes. Respecto a Ian Paice, mostró un poderío con las baquetas que resulta sorprendente en una persona de su edad, que tiene a su cargo el instrumento más físico y que menos respiro da durante un concierto.
Por lo que se refiere a los otros dos integrantes, Don Airey tiró de repertorio y manejó todos los registros de los teclados, tanto el piano más clásico, como los sonidos electrónicos casi espaciales, así como los órganos de Iglesia, tan utilizados en las piezas más progresivas de la banda. El músico, quien no sé por qué sus pintas me recordaban a los personajes de los Vengadores clásicos -los de Patrick McNeed como el agente John Steed-, tuvo la deferencia de incorporar a su solo unas cuentas piezas patrias, como pasodobles y flamenco. El público lo agradeció con fervor. Por su parte, el guitarrista Simon McBride y sus PRS brillaron con luz propia dentro de una actuación que es muy generosa con las seis cuerdas pero que, a cambio, exige un rendimiento excepcional del intérprete. El refrescante McBride sacó sobresaliente en su ejecución y se mostró muy creativo en el solo que le correspondió hacia la mitad de la actuación.
Pasando a la puesta en escena, la misma no fue excesivamente ornamentada. En ocasiones se exhibieron algunos vídeos oníricos en la pantalla principal, pero la mayor parte del tiempo se proyectaban las actuaciones de los músicos, cuyas interpretaciones centraron permanentemente los dos paneles laterales. Para disfrutar de la depurada técnica del teclista, una cámara fija se ubicó junto a su instrumento, la cual permitía observar con atención el despliegue de Airey. La introducción se realizó con la composición clásica The Planets de Gustav Holst, que le dio mucha épica a la entrada de los músicos. Posteriormente, durante los primeros compases del concierto hubo cierta frialdad con el público, que disfrutaba de las canciones, pero sin interacción con el vocalista. No obstante, a raíz del tema Uncommon Man, un nostálgico tributo a su muy querido Jon Lord, la relación giró radicalmente. El intercambio ya fue constante a partir de entonces. Así fue como Ian Gillan charló con el respetable durante la parte más bluesera de la actuación, el canto a la pereza Lazy y la filosófica When a Blind Man Cries, dedicada a la ceguera y el egoísmo al que llevan la codicia. El cantante también nos relató que Anya está dedicada a una chica que conoció en un viaje a Hungría -la Reina Gitana que menciona la canción-. Con todo la conexión más profunda se produjo en los bises, Hush, el cover de Joe South que los llevó a la fama cuando daban sus primeros pasos, y Black Night, con la que cerraron la actuación. Ambas fueron coreadas por la multitud como un solo hombre. Una vez consumada la comunión con los asistentes, el vocalista incluso se permitió algún gracias y palabras sueltas en castellano que, en buena lógica, se recibieron con aplausos.
En cuanto a la interacción entre ellos fue magnífica de principio a fin. Abarcaron todo el escenario, se dieron paso con elegancia, e intercambiaron agradecimientos y felicitaciones los unos a los otros por sus electrizantes ejecuciones. Además hubo alguna reverencia en el momento más deslumbrante, cuando el teclista y el guitarrista se contestaban mutuamente a sus notas, con una coordinación matemática. En este aspecto la actuación fue fluida y puso de manifiesto la existencia de una química muy especial en el grupo, sin distinción entre veteranos y noveles.
Del sonido sólo se puede decir cosas buenas, la ecualización fue perfecta, y el equilibrio entre los altos y los bajos nos permitió disfrutar en armonía de la voz, de las percusiones, de las cuerdas y de los teclados a lo largo de todo el concierto. No hubo distorsiones, ni saturación alguna. Al final va a ser verdad lo que dice mi amigo Stopón, que se escucha mejor en la pista que en la grada.
La organización estuvo bien, aunque tampoco la disfruté mucho, porque llegué, vi y volví, pero reconozco que había casetas como en la feria, en las que se podía adquirir avituallamiento sólido y líquido, donde las colas no pasaban de cinco personas. Cierto es que el recinto se ubica en el centro de la ciudad, en un sitio eminentemente turístico que absorbe preferentemente la asistencia a este concierto, que no dejó de ser una sobrecarga sobre las personas que pueden acudir a la Plaza de España en un día festivo.
Por lo que al repertorio se refiere, el mismo estuvo seleccionado con mucho acierto. Aparte de las piezas ya mencionadas y de un par de temas nuevos, escuchamos Highway Star y Pictures of Home a portagayola, en un sensacional inicio puramente rockero. Para el final se reservaron Perfect Strangers, Space Truckin’ y, por supuesto, la legendaria Smoke on the Water, cuyos inconfundibles acordes resuenan todavía en mis oídos. Todo un gustazo escuchar en directo ese himno, icono de la música rock, de la mano de quienes lo compusieron. Después llegaron los bises que se han descrito más arriba.
En resumen, trece canciones durante poco más de hora y media de concierto, que se hizo corta, pero tampoco parece que a estas alturas se les pueda pedir más a una banda con cincuenta y cuatro años a sus espaldas. Unos veteranos que, con el apoyo de un guitarrista escogido con muchísimo acierto, nos regalaron una noche inolvidable, plagada de calidad musical, vestigios del espectáculo que tuvo que ser un directo en su época dorada.
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